Capítulo XII
Perfección
cristiana
1.
El cristiano no está obligado a ser
perfecto, pero sí a aspirar a la perfección, la cual consiste, conforme lo
declaran los Santos , en trabajar incesantemente para adelantar en la virtud.
No adelantar
en el camino de la perfección es retroceder.
2.
Para adelantar en la virtud y de consiguiente aspirar a la perfección, no es
necesario multiplicar penitencias, oraciones, y otras prácticas de piedad.
Chistosa fue la respuesta que dio S. Francisco de Sales á ciertas religiosas,
que después de haber hecho durante un año tres ayunos semanales, juzgaban que
para adelantar en la perfección , debían ayunar cuatro en el año nuevo que
comenzaban.
"Si
para alcanzar la perfección, les, dijo el santo debéis ayunar cuatro veces por
semana en el año que comenzamos, por la misma razón en el siguiente deberán ser
cinco los ayunos, seis en. el otro, luego siete, esto es, toda la semana. Y a
fin de ir siempre adelantando en la perfección con el aumento de ayunos, Será
preciso después ayunar dos y tres veces en un
mismo
día, y aun setenta u ochenta veces la que viviere muchos años".
Esta
misma respuesta es aplicable a los demás ejercicios de piedad.
3.
En vez, pues, de multiplicar las prácticas de piedad, que muchas veces mas
oprimen que no recrean el espíritu. procura practicar mejor las devociones
diarias, esto es, con espíritu más sosegado, con mayor afecto del corazón, y
con mayor pureza de intención. Y si no pudieres practicar cómodamente todos los
actos de devoción acostumbrados, redúcelos a menor número, a fin de que los
puedas hacer con más tranquilidad. El espíritu de la perfección no consiste,
según S. Bernardo, en hacer muchas cosas prodigiosas, sino en hacer las cosas
comunes mejor de lo que comúnmente se hace: Communia
facere, sed non communiter.
4.
Lo más importante es cumplir con toda la perfección asequible los deberes del
propio estado, por cifrarse en ellos la más sublime santidad. Ordenó Dios en la
creación, que las plantas produjesen frutos, cada una según su género: esto es
según su género: juxta genus suum. El alma, cual mística planta, debe dar frutos
de santidad según su género; esto es, según su estado. No deben ser piadosos y santos
por el mismo estilo, Elías en el yermo y David en el trono; y las mismas prácticas
que santificaron a Samuel en el templo, no pudieran santificar a Josué en los
campamentos. Instrucción es esta muy interesante para aquellos que estando en el
siglo pretendiesen seguir la vida monástica; y morando en, palacios vivir como
ermitaños. Todos los frutos son muy buenos, considerados en sí mismos; mas no
todos son acomoda-dos a todas las plantas.
5.
Uno solo es el fin de la perfección a saber: el amor de Dios, pero diferentes
son los caminos que
a El nos conducen: y aun los mismos santos siguieron diverso rumbo. S. Benito
nunca reía, al contrario de S. Francisco de Sales que reía con todo el mundo,
manifestando un espíritu de Santa jovialidad. S. Hilarión tenía por suma delicadeza
hasta mudar de cilicio, mientras que Sta. Catalina de Sena veía en el aseo exterior
un emblema de la pureza del alma. Si consultas á. S. Jerónimo, te parecerá que
solo respira rigor; y a S. Agustín no
encontrarás sino el lenguaje del amor. A la manera que son, tan diferentes las
fisonomías de los hombres, así también son de diferente temple los espíritus.
La gracia perfecciona gradualmente la naturaleza sin cambiarla. No debemos, por
lo tanto, ni imitar las diversas prácticas de los santos, ni tampoco
reprobarlas; sino decir con David: Omnís
spirítus laudet Domínum. Un prudente director te dirá lo que debes ó no.
debes practicar.
6.
Aunque incurras en algunas faltas o defectos, no te creas por esto separado del
camino de la perfección: en faltas incurrieron también los mayores Santos, los
cuales, según S. Agustín, deben decir con el apóstol S. Juan: Si decimos que no hemos pecado, nos
engañamos a nosotros mismos , y la verdad no está en nosotros. ( I Juan 1. 8) Quien vino
al mundo con la culpa, dice S. Gregorio Magno, no puede sin culpa vivir en el
mundo.
7.
Pero una cosa es amar las fallas y otra incurrir en ellas por debilidad y
miseria, como hemos ya indicado, hablando de la confesión (nº 4).
Únicamente lo primero impide la perfección. Por este motivo distinguen los
doctos la tibieza de espíritu, en
evitable e inevitable. La tibieza evitable es propia de los que aman el
pecado: la inevitable de los que incurren en a ella con tranquilidad y
confianza. Conseguiremos siempre pronto lo que deseamos, con tal que lo obtengamos en aquel tiempo que sea Dios
servido de otorgárnoslo.
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