Capítulo V
Confesión
1
Siendo la confesión un sacramento de misericordia, debemos recibirlo con
alegría de espíritu y viva confianza. Es de parecer de S. Francisco de Sales
que un cuarto de hora, en los casos ordinarios, basta para el examen de los que
se confiesan cada ocho días, y menos aún para excitarse a dolor, necesitando
menos tiempo todavía los que se confiesan más a menudo.
2.
Aunque por olvido omitamos en la confesión algunas faltas, también quedan estas
perdonadas. He aquí un precioso documento del mencionado Santo: No debemos inquietaron por no acordarnos de
nuestras fallas para confesarlas, no siendo de presumir, que haciendo con
frecuencia el examen deje de practicarse debidamente para acordarse de las
faltas importantes. No debemos ser nimios hasta el extremo de querer
confesarnos hasta de las más pequeñas imperfecciones, y de los más ligeros
defectillos. Una humillación de espíritu, un suspiro, es suficiente para
borrarlas. No digas pues que tienes pecados ocultos de los cuales no te
confiesas. Esto es un lazo del demonio para inquietarte.
3.
Puedes estar seguro de que cuanto más examinares la conciencia, menos hallarás.
De otra parte un examen demasiado minucioso, ofusca el entendimiento y debilita
el afecto.
4.
Será igualmente de suma importancia para la práctica, el siguiente documento de
S. Francisco de Sales: Cuando no se conoce claramente que se ha dado alguna
especie de consentimiento en los transportes de cólera o de alguna otra
tentación, bueno es declararlo y consultarlo con el confesor, a fin de que nos
instruya acerca del modo de comportarnos; pero no por modo de confesión. Si te
acusas de que durante dos días has sentido fuertes impulsos de cólera, sin
consentirlos, en vez de tus defectos refieres tus virtudes. En la duda de haber
cometido alguna falta, debes examinar seriamente si la duda es fundada,
diciendo con sencillez en este caso; de lo contrario, es mejor callarlo aunque
nos cueste alguna repugnancia.
5.
Aconseja igualmente el Santo a su Filotea (Part 2 cap. 19) que no se contente
con ciertas acusaciones generales que muchos hacen por costumbre, y que él
gradúa de superfluas, como son: de no haber amado a Dios y al prójimo como se
debe; de no haber rezado y recibido los sacramentos con la reverencia que
corresponde; pues con semejantes fórmulas no se hace la acusación de modo que
puede el confesor conocer el estado del alma, atendido que todos los santos del
cielo y todos los hombres de la tierra podrían decir otro tanto si se
confesaran: procuremos antes bien individualizar las faltas que en tales actos
hubiere cometido.
6.
Téngase también presente la importante advertencia del mismo Santo: Si bien no estamos obligados a confesarnos
de los pecados veniales; verificándolo debe ser con una voluntad firme de la
enmienda, porque de lo contrario sería un abuso el confesarlos.
7.
Después de la confesión debe quedarse con tranquilidad, sin dar cabida a
ninguna clase de temor referente al examen, al dolor u otra cosa por el estilo.
Estos temores provienen del común enemigo, empeñado en acibarar un sacramento
de consuelo y amor.
8.
Debemos arrepentirnos de nuestros pecados, pero sin perturbarnos. El
arrepentimiento procede del amor de Dios: la perturbación del amor propio. Así
pues, al paso que lloremos sinceramente nuestras faltas, debemos dar gracias a
Dios de haber impedido por su misericordia, que incurriésemos en otras mayores.
Propongamos después firmemente la enmienda, únicamente confiados en la bondad
divina; aunque sucediese que caigamos cien veces al día, debemos siempre
esperar y reiterar el propósito de una verdadera enmienda. En un solo instante
puede Dios convertir las piedras en verdaderos hijos de Abrahán, esto es, en
grandes santos: y lo hará indudablemente, si depositamos nuestra confianza en
su divina misericordia.
9.
El dolor de los pecados consiste en la determinación de la voluntad, que
aborreciendo las pasadas culpas, resuelve no reincidir en ellas. Así que, para
la verdadera contrición no son menester lágrimas, ni suspiros, ni sensible
conmoción: antes bien, podemos tener una santa y justificante contrición en
medio de la mayor aridez, que nos parezca insensibilidad. No hay pues porque
temer en este punto.
10.
No martiricemos el entendimiento para excitarnos a contrición: una excesiva
violencia más bien produce angustias y perturbación de espíritu, que verdadero
dolor. Procura tranquilizar el alma y contemplar con sosiego la bondad y
amabilidad de Dios, los reiterados beneficios de que te ha colmado y tu ingrata
correspondencia, diciendo al Señor, con amorosa sinceridad, que te pesa de
haberle ofendido, que mediante los auxilios de su gracia propones no ofenderle
en adelante, y con esto ya estás contrito. La contrición proviene del amor de
Dios, y el amor obra siempre con dulzura y tranquilidad.
11.
El acto de contrición, dice S. Francisco de Sales, se hace en un instante,
echando dos rápidas ojeadas, una a nosotros mismos detestando el pecado, la
otra a Dios prometiéndole la enmienda, y esperándola mediante su gracia. David
fue uno de los penitentes más contritos, y su contrición consistió en una sola
palabra; pequé, peccavi; y ésta sola
palabra bastó para justificarle.
12.
Dices que no puedes conseguir la contrición por más que lo desees. Responde a
esto san Francisco de Sales: Es un gran poder el poder querer: el deseo de la
contrición manifiesta que la contrición ya existe, así como existe el fuego aún
cuando no se sienta ni se vea, por estar cubierto de ceniza. Querer sentir la
contrición, proviene por lo común de nuestro amor propio que no contentándose
con agradar a Dios, quisiera también complacerse a sí mismo, y hallar una
prueba de bondad y virtud en su propia sensibilidad
13.
Dios no permite que conozcas tu contrición, para no quitarte el mérito de la
obediencia, que te manda vivir con tranquilidad. Cree por lo tanto con
humildad, obedece generosamente, y obtendrás la doble corona. Los mayores
santos se creían destituidos de contrición y de amor, y sin embargo, en medio
de las tinieblas seguían la luz de la obediencia con heroica sumisión
14. No creáis que no tenéis dolor, ni que no os confesáis bien
porque recaéis en las mismas faltas. Es necesario distinguir faltas. Aquellas
que nacen de una maliciosa voluntad que ama el pecado, que quiere pecar y
continuar el pecado, se deben quitar vigorosamente. Pero aquellas faltas que
nacen de una sorpresa, de debilidad, de flaqueza, de enfermedad, nos seguirán y
acompañarán hasta la muerte. De ciertos defectos, dice nuestro Santo, será
mucho el vernos enmendados un cuarto de hora antes de morir. Y en otra parte: Es preciso sufrir no solamente los defectos
del prójimo, sino también los nuestros, y tener paciencia viéndonos
imperfectos. Procuremos con paz y sin ansiedad, porque no se puede llegar a ser
ángeles antes de tiempo.
15. En vuestras confesiones añadid siempre alguna culpa pasada de la
que se sentía especial displicencia pero sea generalmente. Decid por ejemplo,
en general me acuso de los pecados de impureza, o de los de odio de mi vida
pasada. De esta manera se asegura la materia necesaria para el sacramento.
16. Alejad de vos el temor de si habéis omitido algún pecado en
vuestras confesiones particulares o generales, o de si habéis explicado como
debíais. Escuchad lo que sobre esto dice un grande sabio teólogo: La Iglesia,
que es el interprete de la voluntad de Cristo, en nuestras confesiones quiere
una integridad sacramental, y no material: la primera consiste en confesar
todos los pecados de que nos acordamos después de un razonable examen,
proporcionado al estado actual de nuestra alma. La integridad material consiste
en la material declaración de todos los pecados cometidos, de su número y de
sus circunstancias, sin omisión alguna. La Iglesia exige la primera integridad,
porque esta no supera nuestras fuerzas; pero no exige la segunda, porque sabe
muy bien que por más que nos examinemos, siempre se nos escapará alguna cosa, ya
sobre los mismos pecados, ya sobre su número o sobre sus circunstancias. En
fin, no pide a los fieles más que una declaración humilde y sincera de todo
aquello que les viene a la mente después de un examen oportuno, entendiendo que
la buena voluntad de los penitentes suple entonces el defecto involuntario de
la memoria. Hasta aquí el sabio teólogo Jamin.
17
Habiendo cumplido con la integridad formal, desecha todo temor y duda como
verdaderas tentaciones.
18.
Advierte también que si te pareciere no haber practicado las diligencias
oportunas, ten entendido que el confesor, ha suplido este defecto con sus
prudentes preguntas, en las cuales si no se ha extendido más, es porque ha
conocido ya suficientemente la calidad de tus culpas y el estado de tu alma,
que es el fin de la acusación sacramental.
19.
Confiésate no como tú quieres, sino como lo quiere la obediencia. De esta
suerte tus confesiones, aunque te agrandaren a ti menos, agradarán más a Dios:
te parecerá que quedas menos satisfecho, y sin embargo has merecido más.
20.
Con lo dicho conocerás fácilmente el error de aquellos que quieren repetir las
confesiones generales so pretexto de falta de examen o de contrición, y la
reprensible condescendencia de los confesores que se lo permiten. Si se hubiese
de dar lugar a semejante temor, debiéramos ocupar toda nuestra vida en renovar
las confesiones generales, porque ni los mayores santos estarían exentos de
tales temores, y convirtiérase así el sacramento de la penitencia en un perenne
tormento del alma, que es una proposición herética, condenada con excomunión en
el Sagrado Concilio de Trento.
21.
Según doctrina común de los santos y teólogos, una vez hecha la confesión
general con
sinceridad
y firme propósito de la enmienda, deben cesar. todos los recelos y no repetirla
por ningún pretexto. Obrando en contrario se renueva la memoria. de lo que debe
sepultarse en el olvido; conturbando el espíritu en vez de tranquilizarlo, pues
como dice muy oportunamente S. Felipe
Neri, cuanto más se barre; mas polvo se levanta.
22. Debe.
también contribuir a tranquilizar tu espíritu aquella expresión proverbial
entre los santos. que el temor del pecado deja de ser saludable si es excesivo.
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