Capítulo IV
Penitencia
1
En tres partes divide la penitencia el Doctor Angélico, a saber: ayuno, oración
y limosna, sea esta corporal, o sea espiritual. No te figures pues que faltas a
la penitencia porque no mortificas el cuerpo con aspereza, o porque no puedes
hacer muchos ayunos. Pueden muy bien suplir esta deuda del cristiano las otras
dos partes, esto es, la oración y la limosna. Al prescribir el ayuno no se
propone la ley de Dios y de la Iglesia perjudicar la salud ni tampoco impedir a
nadie el cumplimiento de los deberes de su estado.
2
La resignación en los trabajos y en las enfermedades, en los contratiempos y en
las sequedades, es la penitencia más agradable a Dios, en cuanto no depende de
nuestra elección. Hay dos clases de virtudes; unas que consisten en el obrar, y
las otras en el padecer: estas últimas son las más meritorias y las menos
peligrosas. En el obrar puede tener mucha parte la natural propensión y una
engañosa complacencia; más no hay este riesgo en el padecer principalmente
cuando la aflicción no dimana de nuestra elección, sino directamente de Dios.
3
El demonio, según S. Jerónimo, cuando no puede retraernos de la virtud, procura
inducirnos a las más rigurosas penitencias, capaces de oprimir el espíritu y
menoscabar la salud; lazo funesto que no han sabido evitar muchas almas
virtuosas y sanas
4.
Dice muy a propósito san Francisco de Sales: Os aconsejo que cuidéis de vuestra salud, por ser esta la voluntad de
Dios, conservando vuestras fuerzas para emplearlas en su servicio y obsequio,
siendo preferible la abundancia a la falta de fuerzas, las cuales una vez
perdidas, difícilmente se recobran. Dad pues al cuerpo aquella cantidad de
alimento que exige la conservación de las fuerzas y de la salud.
5.
En una célebre conferencia que tuvo S. Antonio abad con los monjes más
ilustrados del Egipto, se decidió, como nos lo refieren S. Casiano y Sto. Tomás,
que la discreción es la virtud más
necesaria, porque la discreción sazona todas las virtudes, al modo que la sal
todos los manjares. Por no tener presente esta virtud en los ejercicios de
piedad y de penitencia, muchos enfermaron en vez de santificarse, y abandonaron
después el camino de la perfección, creyéndola impracticable.
6.
He allí una bella y juiciosa reflexión de S. Agustín que puede servirnos de
guía segura: Nuestro cuerpo, dice, es un
pobre enfermo recomendado al caritativo celo del alma, de la cual debe recibir
la oportuna medicina. Sus necesidades vienen a ser sus dolencias. El hambre, la
sed, el cansancio, son los achaques corporales para los cuales debe buscar el
alma los lenitivos que le dicte la razón y la sobriedad. Aquel que esto hace,
cumple con el deber que le impuso el mismo Dios.
7.
Dedúcese de aquí pues cuan equivocadas son algunas máximas que leemos en varios
libros ascéticos, esto es: que para salvar el alma; importa muy poco abreviar
algunos años el término de nuestra vida. Debemos efectivamente arrostrar la
muerte, si fuere necesario, para salvar el alma; pero no de esto debe inferirse
que esté a nuestro arbitrio elegir un método de hacer penitencia, que abrevie
directamente nuestros días, porque según S. Jerónimo, el que se quita
lentamente la vida, no difiere mucho del que acaba con ella de un solo golpe.
De la vida, de la salud, y de las fuerzas, somos depositarios, y no dueños.
8. Ciertamente son de admirar los ejemplos de
algunos santos que practicaron extraordinarias penitencias; más no piden
nuestra imitación. Veneremos lo que hicieron, sin querer hacer otro tanto, como
lo aconseja Sta. Juana de Chantal. Debiéramos de lo contrario sepultarnos en
una gruta como S. Juan Clímaco; pasar la vida en la cima de una columna como
los Estilitas, alimentarnos durante semanas entera con las solas especies
sacramentales como santa Catalina de Siena; y reducir nuestro alimento diario a
una onza de peso como S. Luis Gonzaga. Solo un secreto orgullo y una temeraria
presunción, y no una virtud arreglada, pueden inducirnos a querer imitar a los
santos en sus cosas extraordinarias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario